He estado pensando en todo lo que está pasando y en todo lo que nos ha pasado. He llegado a la conclusión de que lo que se siente
cuando uno pasa de ser un equipo humilde luchando por sobrevivir a estar disputando la mayor competición mundial de fútbol no tiene nombre.
No existe esa palabra en el diccionario.
¿Puede el fútbol hacerte sentir más de lo que estamos sintiendo ahora?
Le pregunto a seguidores de Real Madrid y de Barcelona ¿creeis que con vuestro equipo podéis llegar a sentir lo que estamos sintiendo por el nuestro en estos momentos?
Ellos contestan "Ganarle la Décima al Barcelona en su casa" o "ganar la Champions".
"Son alegrías distinas pero son iguales" me cuentan.
No dudo que ganar una competición de tal calibre suponga un estado eufórico y de felicidad entre los seguidores del equipo campeón. Ahora bien, ¿es equiparable?
La posibilidad de que ganen la Liga de Campeones es real y no utópica.
La posibilidad de que nosotros pudiésemos oír el precioso himno de la máxima competición continental en nuestro templo de La Rosaleda hace algunas años, era algo más allá de la utopía.
Os voy a contar una historia:
Había una vez un atleta enorme, fuerte al que le fue otorgado el don de la velocidad. No había ser humano más rápido que él. En tres años serían los Juegos Olímpicos y el atleta esperaba
con expectación tal evento con el único objetivo de la medalla de oro entre ceja y ceja.
A miles de kilómetros de distancia vivía un joven chaval en silla de ruedas. Adoraba el deporte y le volvían loco las pruebas de atletismo, en especial, la de 100 metros lisos. Esperaba con ansias
los juegos Olímpicos. Era el momento que más difrutaba delante del televisor.
Pero aquella noche, algo mágico le pasó al joven chaval. Como si de un milagro se tratase, el joven pudo levantarse de la cama y empezaba a caminar. No podía creeérselo.
Se pellicazba. Se pellizcaba una y otra vez por si despertaba de aquel momento que el creía ser un sueño. Pasó el tiempo y el joven chaval empezó a practicar lo que hasta hace poco
era su mayor devoción: el atletismo.
Empezó a competir. Sorprendió a extraños y conocidos. Aquel chaval corría y muy rápido. Tal era su rapidez y su empeño que se le presentó una oportunidad que ni él mismo podría haber soñado.
Fue seleccionado para poder participar en los Juegos Olímpicos. No se lo podía creer. El chaval seguía pellizcándose, pero no despertaba.
Hasta que por fin llegó. El momento. La gran carrera. Esa carrera que soñaba poder ver hace unos años. Ahora no lo solo iba a verla. Iba a sentirla con los cinco sentidos.
Y ahí estaba él. El gran atleta. El ser humano más veloz del planeta. El joven chaval no podía creérselo. Le saludó y pudieron darse la mano.
De repente, la megafonía retumbó el estadio con el himno olímpico. El joven chaval no pudo contenerse y empezó a derramar lágrimas. No encontraba palabras para describir lo que esta sintiendo
en ese momento. Una sensación sin nombre empezó a invadirle todo el cuerpo, llegando hasta lo más profundo de su alma.
Terminado el himno, los atletas se dispusieron a colocarse para empezar la carrera. La gran carrera. El gran atleta y el joven chaval fueron hacia su punto de salida. Se inclinaron, giraron la cabeza
y se miraron a los ojos a la espera de pistoletazo de la esperanza. Tres, dos, uno...
Quién sabe lo que el joven atleta hará en la carrera. Incluso es más que probable que el gran atleta lograse su objetivo y se hiciese con el oro.
Qué duda cabe de la euforia y de la felicidad que sentiría. ¿Sería equiparable esa felicidad a lo que sintió el joven chaval con el simple hecho de estar allí?
Puede que en un futuro, aquel joven joven chaval tuviese que volver a la silla de ruedas.
Pero hay algo que es seguro: la experiencia vivida por el joven chaval nunca se le podrá olvidar. Eso es algo que permanecerá dentro de él para el resto de su vida
y que nadie le podrá quitar jamás.
Siempre que quiera podrá recordar aquel momento, aquella experiencia y el joven chaval podrá sonreír siempre.
Gracias.